¡Mira, un cachimbo!
¿No sabes dónde queda tu salón? ¿No
sabes qué significan los créditos? ¿Se te perdió un plumón de tus útiles?
Tranquilo sobrino, le ha pasado a todo el mundo. Y esta es mi historia
#paltaza.
El roche:
Es tu primer día de clases: cachimbo —con la cabeza todavía un poco rapada—, cartuchera llena de plumones —con tu nombre escrito en indeleble— y un cuaderno A4 de cinco separaciones y tapa dura —que jamás usarás ni terminarás—. No conoces a nadie porque tu grupo de colegio está repartido entre todas las universidades e institutos habidos y por haber de Lima, salvo aquellos que prefirieron tomar un año libre para decidir bien qué hacer con sus vidas. Pero como tus papás no son como los de estas personas y a ti sí te obligaron a que te pares de tu cama, tienes el deber —o mejor dicho, obligación— de ir todos los días a tu todavía-no-tan-odiado centro de estudios.
Primera clase: Lenguaje I (¡¿Cuántos
números romanos hay?!). Llegas 10 minutos antes de que comience y todavía
no ha llegado ni medio salón. Te sientas en la tercera fila porque no quieres
que piensen que 1) eres chancón por sentarte adelante o 2) eres vago/tonto por
sentarte muy atrás; así que las mesas del medio son tu mejor opción. La verdad
es que esta distribución imaginaria no es más que un erróneo concepto. En la vida
real universitaria los que están adelante son los que no ven bien la pizarra,
los que están atrás son los que buscan enchufe y los del al medio no les queda
de otra porque ya no hay más sitio.
Llega la profesora y ¡por
fin!, ya te habías cansado de scrollear la pantalla de inicio de Instagram
para evitar hacer contacto visual con la gente a tu alrededor. Te debates entre
pararte, saludar a lo lejos o simplemente quedarte callado en tu asiento.
Felizmente tus enseñanzas de colegio religioso no salen a flote porque nadie se
ha inmutado. Comienza la clase e inmediatamente todos sacan sus cuadernos y
cartucheras: lapicero rojo y azul en mano, preparados y listos para empezar a
escribir. La profesora empieza a hablar y al cabo de media hora te das cuenta
que es imposible seguirle el paso porque 1) no entiendes ni la mitad de lo que
está diciendo, 2) habla muy rápido y de todo a la vez y 3) de tus dedos ya han
brotado nuevos músculos por intentar usar los colores.
Cuando por fin se cumplen las dos
horas, estás perdido y no sabes qué mas hacer con tu vida; sin embargo, no
puedes desmayarte en el pasadizo ni ir al departamento de psicología (lugar por
excelencia para perder tiempo en el colegio) porque ¡oh rayos!tienes otra
clase. Ahora es Matemática Básica (¿En qué momento veo aritmética o
geometría?).
Sales a paso apresurado de la clase
—aunque te demoraste unos minutos para terminar de guardar todos tus útiles—, y
te encaminas al otro lado de la universidad porque te toca en otro pabellón. A
diferencia de la clase pasada, llegas 15 minutos tarde, pides perdón en voz
alta al profesor y sin mirar a nadie, te sientas en donde encuentras
sitio. ¡Sorpresa! No entiendes nada, pero no porque no puedas
llevarle el paso, sino porque ¿en qué clase de matemática vez el cerebro
y las conductas del humano?
No vuelvas a paltear:
Are, ajo, melda. Salón equivocado.
Pero como todavía no tienes experiencia en irte de una clase, esperas que pase
el tiempo para que puedas irte. No hay puerta de atrás y, por tanto, no hay
escapatoria. Caballero, nomás. Le puede pasar a cualquiera. Es parte de la vida
del cachimbo. Mientras más calle agarras, menos cosas empiezas a guardar en tu
cartuchera.
- Stephanie Leo
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